La aparición de algún caso aislado en nuestro país que destapa el consumo de dietilmorfina, popularmente conocida como krokodil, no habría llamado la atención de no ser por lo llamativo de sus consecuencias.
Esta sustancia, que como su nombre técnico sugiere es un derivado de la morfina, puede provocar consecuencias físicas en el sistema vascular, como abscesos, flebitis, tromboflebitis, hemorragias o úlceras, entre otras, así como daños en músculos y otros tejidos blandos, además de en los huesos, con una rápida necrosis y gangrena.
En otros países, como Rusia, su presencia es más familiar, y los efectos de su consumo están a la orden del día, en relación a su fácil accesibilidad y precio bajo que alcanza en los mercados es una sustancia de uso habitual en personas de bajo poder adquisitivo y social. En nuestro entorno más cercano el krokodil era hasta ahora poco más que un nombre exótico para la mayoría de la gente.
Y quizás ese es uno de los problemas de este tipo de sustancias: su novedad lleva a un desconocimiento notable por parte de los consumidores de el peligro real asociado a su consumo, así como de las dosis “de riesgo” que conviene no rebasar.
Esta dietilmorfina pasa así a engrosar la moda de consumir sustancias adictivas de origen oscuro, procedentes de laboratorios cuya seguridad y salubridad no suponen una marca de la casa, y cuyos efectos y riesgos son básicamente desconocidos.
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En 2010, una sustancia conocida como sales de baño o droga caníbal fue la que protagonizó esta sección de noticias, un estupefaciente que generaba reacciones de comportamiento irracional, agresión y paranoia extremas, dándose algunos casos de ataques a otras personas con comportamientos de canibalismo.
La burundanga o escopolamina, que anula la voluntad de quien sufre sus efectos, también tuvo su momento de protagonismo, al igual que la ketamina, un potente anestésico de uso en veterinaria, o la fenciclidina (PCP), también conocida como polvo de ángel, también un potente anestésico con efectos alucinatorios.
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